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Peter Evans - Fotografía: www.jazzaldia.com |
Un dechado de sensibilidad y
profesionalidad. Mientras el músico en escena se encuentra en plena
interpretación de un tema, ella – camiseta negra con la leyenda “staff”
inscrita en grandes letras blancas – se planta delante y, con la contundencia
de una palma abierta, le señala que cinco minutos más y se acabó. Sucedió
durante la actuación de la noruega Mari Kvien Brunvoll en la sala de prensa del
Teatro Victoria Eugenia, en la celebración de la bautizada como “La noche en
Jazz”, un espléndido ejercicio de marketing donde lo fundamental es todo, menos
la música.
La cultura Spotify trasladada al directo. Si hay algo que permite todo y a la
vez nada es programar de forma simultánea varios conciertos en un mismo
recinto. El Victoria Eugenia celebra su centenario y el festival distribuyó por
diferentes localizaciones ocho actuaciones a partir de las doce de la noche y
hasta las dos, pornográfica hora de inicio de las últimas. Acceso libre a todos
los espacios (previa entrada de 3€) sin mayor criterio selectivo que la
presunta capacidad de la sala (en la de prensa se llegó a superar el aforo de
sillas, sin perjuicio de sumar espectadores de pie o en el suelo). Así las
cosas, hay quien se marca objetivos asumibles (un concierto por cada tramo
horario) y quien – la mayoría – se marca un tour de curioseo. Consecuencia: la
imposible concentración del espectador y difícilmente de los músicos. Lo mínimo
exigible sería impedir el acceso durante la interpretación de música y darlo entre
tema y tema (o como se quiera llamar a según qué expresiones artísticas). Pero,
aunque no lo parezca, la música es siempre lo último en estos grandes fastos.
Es muy fotogénico tener músicos en cada rincón - especialmente lucido en el
vestíbulo de la primera planta - donde despedí la noche intentando conectar con
la magia jotera del último proyecto de Josetxo Goia-Aribe y donde deserté por
ruido y sueño. Conciertos a las dos de la mañana son una falta de respeto para
músicos y espectadores. Hasta Nacho Vidal va grabado a esas horas.
Así, entre ráfagas inmisericordes
del (intuyo) fotógrafo oficial, walkie
talkies del personal del teatro en interacción con la música e
inmisericordes espectadores locuaces, además de los ecos de otras actuaciones
simultáneas (Peter Evans gozó de unos generosos graves retumbantes bajo sus
pies), tuvimos que sobrevivir melómanos y artistas. La mayoría – el que
denomino como espectador social –
disfrutó a buen seguro de una noche muy cool.
Al final el balance en estos macro festivales es cosa de números. Y aunque el
año pasado la organización dijo haber tomado nota de las incomodidades del Museo
de San Telmo (formato semejante a éste), la realidad es tozuda en la
negligencia.
El trompetista Peter Evans era la
cita estelar en la elección personal de este cronista. Por razones que escapan
a mi comprensión, éste es el segundo año que visita Donostia. Y el segundo,
igualmente, en que su actuación se oculta bajo el felpudo de la madrugada.
Evans, que el año pasado no daba crédito al hecho de tocar a la una y media (con Agustí Fernández), consiguió que en éste le programaran… a la
una. Eso sí, después de lograr que cambiaran lo inicialmente previsto: la hora
jotera (pobre Josetxo). Logró lo previsible: una primera criba de espectadores
que habían permanecido en la sala después de escuchar a un simpático
(estereotipado, ruborizante) y swingueante
quinteto de veteranos músicos de la vecina Bayona. Evans confesaba su
estupor por lo surrealista de tener que hacer lo suyo después de lo de
ellos. Que una cosa es fomentar la diversidad y otra tener un poco de
sentido común. Es como juntar en la misma sala a partidarios de Wynton Marsalis
y fans de Larry Ochs. Puede tener su gracia, pero el riesgo de conmoción
cerebral no compensa el esfuerzo.
Evans volvió a hacer posible lo
imposible. Con él, la trompeta y el piccolo barroco son otra cosa. Por un lado,
él y el instrumento son uno; por el otro, el instrumento en sí expande su
potencial (casi) hasta el infinito. Se puede vivir un concierto de Evans como
una clase magistral de técnica del instrumento y nuevas formas de expresión o
se puede tratar de profundizar en un discurso musical que, complejo, abstracto
y a veces delirante, existe. Hay una lógica en todo ello, aunque los parámetros
tradicionales de la música no sirvan para entenderlo. Hay una relación entre lo
que Evans emite y lo que el espacio devuelve. Hay una lógica rítmica
perceptible, incluso cuando más caótico parece (en sus secuencias más alocadas
de arpegios acentúa las notas claves para crear una guía, que no daré en llamar
melódica); también el virtuosismo extremo de un fraseo bop llevado al paroxismo
más histriónico y, en contrapartida, los universos más íntimos a partir de
sonoridades aflautadas o de difícil clasificación tímbrica. Hay estallidos de
rabia y exultante sentido del humor – aunque algunos lo lleguen a confundir con
una tomadura de pelo – y emulaciones sonoras que ponen en marcha el motor del asombroso
viaje musical que propone el trompetista. Se deja la vida en ello y la
exigencia del esfuerzo (respiración continua incluida) proporciona instantáneas
de una plasticidad innegable, con gotas de sudor estallando a su alrededor y su
rostro poseído por la furia creativa. Hay en su concierto más metal que en el
heavy y más delicadeza que en una nana infantil. Hay extremos en roce
permanente y una utilización del instrumento que sobrepasa los límites que la
educación formal ha creado. Éstos no eran lógicos, simplemente nos los habían inoculado.
Pero más allá de tecnicismos y asombros (¡Cómo va ascendiendo por microtonos
haciendo uso de las válvulas del instrumento! ¡¡Cómo genera armónicos y
convierte en polifónico un instrumento monódico!!), el oído educado consigue
despertar las emociones más íntimas tanto como lo puede hacer la belleza
“formal” de Goia-Aribe (por otro lado, la suya es otra forma diferente de
expandir el potencial de la música improvisada a partir de los encuentros más
insospechados). No es cuestión de esnobismo ni de elitismo, ni se disfruta con
esto por tara mental (creo, claro). Aunque algunos están tan mal que no son
capaces de escucharlo.
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Mari Kvien Brunvoll (Fotografía: www.jazzaldia.com) |
Antes, a las doce, inició su
recital la cantante y músico electrónico Mari Kvien Brunvoll. Con la equívoca
referencia de Sidsel Endresen en el programa de mano, la noruega hizo de su
concierto un acto ceremonial. Sentada a
lo indio y con mesas de sonido y aparatos de electrónica más un salterio (o
instrumento semejante) dispuestos frente a ella - en vez de incensarios, velas
y una imagen de Buda - fue invocando a las musas en un ejercicio de mantra pop
y efectista (con ramalazos ambient y pulsos hip hop). En su música no hay ni
rastro de jazz ni de lenguajes de improvisación verdaderamente relevantes
(aunque esto hace mucho que dejó de importar en festivales así) y sí el ingenio
de apañárselas por sí misma con ayuda de las electrónicas. Los loops facilitan multiplicar la unidad; las distorsiones, crear atmósferas de inquietante reminiscencia industrial. Las letras dan fe del espíritu pop: The answers on my life, they are so hard to
find. Y te entraban ganas de abrazarla en su desesperada
multiplicación vocal.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
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