Fred Hersch en Madrid (Fotografía: Raúl Mao) |
Qué extraños renglones los de la vida. Alguien que vive a miles
de kilómetros de distancia de mí - tantos que no sabría ni
calcularlos - fue quien apenas un día antes del concierto de Fred Hersch
utilizó las palabras precisas para animarme a hacer el
esfuerzo de viajar a Madrid a costa de una
notable pérdida de sueño (y de sajar un poco más mi cartera). Hay cosas en la vida –
no muchas, pero las hay – que no tienen precio y por las que
merece la pena hasta empeñarse. Y por escuchar a quien el
escritor Antonio Muñoz Molina definió con acierto como un
maestro secreto merece incluso la pena poner en riesgo la prima de
ídem. Y es verdad, Fred Hersch es un maestro consumado cuya
música callada es como un río que fluye subterráneo bajo el
maremágnum cacofónico del mundo. Asistir a un concierto suyo es
una cura de desintoxicación de la estresante adicción al ruido
de nuestra sociedad. Una gran ocasión – como él mismo me dijo,
no sin cierta ironía – de apagar los móviles y desengancharse
del iPad (¿alguien conoce una terapia de desintoxicación que
sólo cueste 20€?). De hecho uno tiene la sensación de que en el
mundo de su música resulta inconcebible la propia existencia del
teléfono móvil e iCacharritos con millones de aplicaciones (tan
inconcebible como imaginar que un espectador se dedicara en un
concierto así a enviar fotografías del tipo “¡mira dónde
estoy!”, esa gran y estúpida enfermedad que ha contagiado
incluso a periodistas musicales).
Fred Hersch es un secreto. ¿Ayudará este concierto a que se le conozca un poco más?, preguntaba Raúl Mao, director de ‘Cuadernos de Jazz’, cuando del escenario ya vacío emanaba todavía un calor como de salita de estar. Y uno miraba al auditorio y pensaba que si mañana se repitiera la actuación vendrían todos los que vinieron y más, porque el boca a boca lo haría inevitable. Hersch es como una de esas películas pequeñas que permanecen en pantalla semana tras semana porque su belleza trasciende la parafernalia publicitaria y su único marketing es su humanidad. Alguien tan sensato en la expresión de sus ideas como en su expresión musical con el piano. Un enamorado de la melodía y de la sutileza, un creador de silencios mediante el sonido. Un pianista cuyo clasicismo con ecos de Bill Evans no impide que su música tenga el impulso de la prospección, de la exploración de formas abiertas más allá de la estructura. Resultó estimulante el juego de enredos entre el Lonely Woman de Ornette Coleman y el Nardis de Bill Evans y Miles Davis, que inició Eric McPherson con los timbales como si de un ritual circular de invocación se tratara. Presentes los espíritus de vivo y muertos, irrumpió ese monumento melódico llamado Lonely Woman en el piano de Hersch (¡ay la melodía! ¿La hay más hermosa?), que de pronto era Nardis, que de pronto era una mujer solitaria llamada Nardis. Ahí estaba Hersch retando su modélico sentido de la melodía. Eso sí, con un toque tan sutil que más que de percusión hizo del piano un instrumento de cuerda frotada. De pellizcarla se encargó John Hébert, otro músico de discretas dimensiones nominales pero que mostró su valiosa polivalencia. Sobre su bajo se caminó, con su bajo aportó texturas y timbres y agarrado a él voló libre en varios momentos para convertirlo en una guitarra entre sus manos.
Se pueden decir muchas cosas de la música de Fred Hersch y su trío. Se puede uno solazar con la maestría colectiva o con la pericia individual; como la del baterista Eric McPherson, capaz de hacer un asombroso solo in crescendo de silenciosa intensidad. La necesaria virtud de la escucha se manifestaba en su gestualidad pero sobre todo en la reacción al instante a lo propuesto por Fred y John, además de por su propia capacidad de sugestión rítmica, en muchas ocasiones más compleja de lo que la fluidez resultante podría sugerir. Mucho se puede decir, en efecto, pero sobre las cuestiones técnicas de la música del trío y sobre las cualidades individuales sobrevuela algo mucho más relevante: una emoción embriagadora, la de aquellas cosas hechas con tal dedicación y concentración que parecen pura artesanía, que reclaman la más gozosa de las atenciones. Y así Hersch logra no sólo acallar la mundanal cacofonía sino que convierte en ridículo el debate entre melodías de nuevo cuño y standards.
Es tal la capacidad de absorción que Fred Hersch hace de los sentidos, de gestar un estado de hipnosis colectiva, que lo mismo da que uno pueda tatarear de memoria la melodía de un tema de Cole Porter, que sea como Whirl una composición de su propia firma dedicada a una bailarina (y vaya, fue explicarlo y la bailarina danzaba a su alrededor) o una habanera bautizada Mandevilla la que lo inspire. Todo pasa a formar parte de un universo que surge de su piano callado, de ese piano-arpa que contiene la respiración del respetable hasta que levanta el pie del pedal. Sin impostación, sin gestos para la galería, con los ojos cerrados para viajar con la música, con una apabullante sencillez que le permitió jugar al gato y al ratón en un circense Skipping para hacerme creer que detrás de aquella improvisación de apariencia monkiana se escondía Bach (quién sabe, quizá allá arriba hayan hecho buenas migas). ¡Tanto y tan bueno! Y en esas estamos que el concierto acaba, el público se derrite, aparece Hersch disfrazado de Valentin y… ¡zas! El corazón hecho trizas. Lo que faltaba. El Fred Hersch del piano solo que me tiene secuestrado con su Alone at the Vanguard pone lazo al regalo de una noche en Madrid con una composición que de tanta belleza aplaudí sólo para constatar que mi yo seguía teniendo estado físico.
El secreto de ese maestro secreto de Muñoz Molina ya lo es un poco menos. Lo desvelarán los muchos que esa noche lo descubrieron y se llevaron como testimonio de fe un extraño artilugio llamado disco que el propio Hersch se ocupó de vender al salir. Será menos secreto, seguro, pero la arrolladora serenidad de su música, la laboriosa artesanía de su trabajo, la compleja sencillez de su Arte, le aseguran un lugar privilegiado en el Olimpo de los dioses de otro mundo. No de este.
Fred Hersch es un secreto. ¿Ayudará este concierto a que se le conozca un poco más?, preguntaba Raúl Mao, director de ‘Cuadernos de Jazz’, cuando del escenario ya vacío emanaba todavía un calor como de salita de estar. Y uno miraba al auditorio y pensaba que si mañana se repitiera la actuación vendrían todos los que vinieron y más, porque el boca a boca lo haría inevitable. Hersch es como una de esas películas pequeñas que permanecen en pantalla semana tras semana porque su belleza trasciende la parafernalia publicitaria y su único marketing es su humanidad. Alguien tan sensato en la expresión de sus ideas como en su expresión musical con el piano. Un enamorado de la melodía y de la sutileza, un creador de silencios mediante el sonido. Un pianista cuyo clasicismo con ecos de Bill Evans no impide que su música tenga el impulso de la prospección, de la exploración de formas abiertas más allá de la estructura. Resultó estimulante el juego de enredos entre el Lonely Woman de Ornette Coleman y el Nardis de Bill Evans y Miles Davis, que inició Eric McPherson con los timbales como si de un ritual circular de invocación se tratara. Presentes los espíritus de vivo y muertos, irrumpió ese monumento melódico llamado Lonely Woman en el piano de Hersch (¡ay la melodía! ¿La hay más hermosa?), que de pronto era Nardis, que de pronto era una mujer solitaria llamada Nardis. Ahí estaba Hersch retando su modélico sentido de la melodía. Eso sí, con un toque tan sutil que más que de percusión hizo del piano un instrumento de cuerda frotada. De pellizcarla se encargó John Hébert, otro músico de discretas dimensiones nominales pero que mostró su valiosa polivalencia. Sobre su bajo se caminó, con su bajo aportó texturas y timbres y agarrado a él voló libre en varios momentos para convertirlo en una guitarra entre sus manos.
Se pueden decir muchas cosas de la música de Fred Hersch y su trío. Se puede uno solazar con la maestría colectiva o con la pericia individual; como la del baterista Eric McPherson, capaz de hacer un asombroso solo in crescendo de silenciosa intensidad. La necesaria virtud de la escucha se manifestaba en su gestualidad pero sobre todo en la reacción al instante a lo propuesto por Fred y John, además de por su propia capacidad de sugestión rítmica, en muchas ocasiones más compleja de lo que la fluidez resultante podría sugerir. Mucho se puede decir, en efecto, pero sobre las cuestiones técnicas de la música del trío y sobre las cualidades individuales sobrevuela algo mucho más relevante: una emoción embriagadora, la de aquellas cosas hechas con tal dedicación y concentración que parecen pura artesanía, que reclaman la más gozosa de las atenciones. Y así Hersch logra no sólo acallar la mundanal cacofonía sino que convierte en ridículo el debate entre melodías de nuevo cuño y standards.
Es tal la capacidad de absorción que Fred Hersch hace de los sentidos, de gestar un estado de hipnosis colectiva, que lo mismo da que uno pueda tatarear de memoria la melodía de un tema de Cole Porter, que sea como Whirl una composición de su propia firma dedicada a una bailarina (y vaya, fue explicarlo y la bailarina danzaba a su alrededor) o una habanera bautizada Mandevilla la que lo inspire. Todo pasa a formar parte de un universo que surge de su piano callado, de ese piano-arpa que contiene la respiración del respetable hasta que levanta el pie del pedal. Sin impostación, sin gestos para la galería, con los ojos cerrados para viajar con la música, con una apabullante sencillez que le permitió jugar al gato y al ratón en un circense Skipping para hacerme creer que detrás de aquella improvisación de apariencia monkiana se escondía Bach (quién sabe, quizá allá arriba hayan hecho buenas migas). ¡Tanto y tan bueno! Y en esas estamos que el concierto acaba, el público se derrite, aparece Hersch disfrazado de Valentin y… ¡zas! El corazón hecho trizas. Lo que faltaba. El Fred Hersch del piano solo que me tiene secuestrado con su Alone at the Vanguard pone lazo al regalo de una noche en Madrid con una composición que de tanta belleza aplaudí sólo para constatar que mi yo seguía teniendo estado físico.
El secreto de ese maestro secreto de Muñoz Molina ya lo es un poco menos. Lo desvelarán los muchos que esa noche lo descubrieron y se llevaron como testimonio de fe un extraño artilugio llamado disco que el propio Hersch se ocupó de vender al salir. Será menos secreto, seguro, pero la arrolladora serenidad de su música, la laboriosa artesanía de su trabajo, la compleja sencillez de su Arte, le aseguran un lugar privilegiado en el Olimpo de los dioses de otro mundo. No de este.
© Carlos Pérez Cruz
PD: Mi reconocimiento, cariño y admiración a María Antonia García y a Raúl Mao, directores de ‘Cuadernos de Jazz’ y representantes de Fred Hersch en su actuación de Madrid. Sin su ayuda y generoso trabajo no habría sido posible mi asistencia al concierto, la entrevista con Fred Hersch ni lo más importante, la actuación del propio Hersch en Madrid. En esa vida en el permanente alambre que es la del Jazz (en sus diferentes vertientes) pusieron en riesgo su propia cartera – una vez más - para hacernos un regalo que no tiene precio. Con la crisis como excusa, el Festival de Jazz de Madrid (con fondos públicos) ha decidido este año que todos los músicos vayan a taquilla. Es decir, cobren sólo la recaudación de las entradas, prescindiendo del caché. Que los músicos, verdaderos protagonistas de un festival de Jazz, sean los únicos (junto a sus promotores) que no cobren por su trabajo es de un cinismo atroz. Hacer que los músicos se jueguen su jornal a la ruleta de la fortuna es tanto como obligarles a que de héroes de la supervivencia pasen a mártires de la causa. What a wonderful world!
Reseña publicada originalmente en www.elclubdejazz.com
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