Con la biblia del viajero en la mano (palabra de Lonely) salimos a la calle en nuestra primera tarde en Lisboa. Estuve hace trece años apenas unas horas, demasiado pocas para Lisboa, demasiados años para mi capacidad memorística. Kerry Walker - la Lonely Planet termina por hacer íntimos del viajero a sus autores - cuenta que muy próxima a nuestro hotel se encuentra la Praça da Alegria y que allí tiene su sede el Hot Clube de Portugal, uno de los más antiguos clubes de Jazz de Europa, en la plaza desde principios de la década de los cincuenta. Impresiona la idea de más de medio siglo de historia de Jazz cobijada a apenas unos minutos de paseo desde el hotel. Allá que vamos.
Lisboa es vertical. Lógicamente todo lo que sube baja pero de Lisboa uno recuerda cómo la fuerza de la gravedad lo aplasta en el ascenso más que en el incómodo descenso. De la Avenida da Liberdade a la Praça da Alegria se sube. No mucho, es verdad, ya vendrán mayores. Dice Kerry que ondulantes palmeras y ficus dan sombra a esta tranquila plaza, siempre llena de padres con cochecitos. Hay un busto del pintor del S.XIX Alfredo Keil. Cierto es que el texto de Kerry se publicó en 2009, pero tan sólo dos años después no se ve cochecito alguno y pocas personas susceptibles de empujar uno. Quien sí forma parte de la plaza es un mendigo de tez oscura, mirada de pasmo escéptico y relato ensimismado. Día sí, día también, ahí está, sentado en el mismo banco o dando pequeños pasos en torno a él. La plaza es tranquila, cierto, pero es de una tranquilidad como de abandono, con la nerviosa vegetación clamando la poda dedicada de un jardinero. Alfredo Keil presente, temeroso por la invasión vegetal. ¿Y el club? ¿Dónde está el acceso a ese atestado sótano donde no cabe ni un alfiler en las noches más animadas, allá donde uno encuentra a la flor y nata del mundillo jazzístico de Lisboa en el interior de un antro manchado de nicotina y forrado de pósteres?
Praça de Alegria 39, dice Kerry. Pero, ¿será posible? El número 39 es una puerta tapiada con cemento adornado por el dibujo de unas escaleras que evocan el descenso hacia un sótano. Quizá por efecto de la gravedad sobre Lisboa ese descenso es en ascenso. Miro y remiro, me giro, busco desorientado en qué momento me equivoqué de lugar, dónde está el error que me ha llevado frente a un edificio en ruinas que oculta la miseria de su degradación con el tapiado de las ventanas y puertas sobre las que alguien dibujó escudos, un loro, una lira, un saxofonista o el detalle de un saxofón. ¡Un saxofón y un saxofonista! ¿Serán pistas? Pero, ¿qué tienen que ver un saxofón y un saxofonista con el escudo presidido por la palabra “Bombeiros”? El loro no me resuelve la ecuación.
¿Te importa si damos una vuelta a la plaza? Puede que el número esté equivocado. No, no hay padres con cochecitos y entre la foresta otros mendigos se derrumban en bancos mientras un concentrado lector encuentra silencio de biblioteca en una plaza donde la Alegría debe de ser algo que va por dentro. Pero del club no hay noticia, no parece haber tal equivocación. Es probable que haya desaparecido, que esta crisis con ecos de catástrofe del 29 haya acabado con la Alegría enfermiza de los aficionados al Jazz y el Hot Clube de Portugal sea ya recuerdo de quienes vivieron sus noches más atestadas de gente, donde no cabría ni un alfiler y los músicos sobrevivirían a la nicotina entre pósteres de leyendas, unas vivas y otras muertas, enterradas como ahora parece estarlo el Hot Clube de Portugal en esta plaza de mendigos y vegetación silvestre.
No empieza bien el (re)descubrimiento de Lisboa. Es triste su hola y amenazantes para nuestra resistencia física las escaleras que nos esperan de camino hacia la vecina Praça do Príncipe Real, reluciente y llena de vida (la realeza esquiva muy bien las crisis). La luz atlántica, que calienta con desmesura de verano una tarde de octubre, templa el frío del alma desconsolada por la pérdida de un lugar nunca conocido pero ya añorado. Lamento cada persiana bajada allá donde antes resonaba buena música, donde los libros iban y venían en manos de compradores y curiosos o aquellas salas de cine donde se podía dejar en suspenso la vida durante un par de horas. Son demasiadas las persianas y las tapias, los lugares sellados y abandonados que impiden hoy el paso a cada uno de estos paraísos que se olvidan en nuestra sociedad cada vez más vulgar, en la que un grupo de adolescentes sujeta un móvil con la mano izquierda y el cigarro con la derecha a las puertas de un instituto mientras el anciano que pasa entre ellos escupe al suelo metros después. Y sin embargo, ¡qué hermosa es Lisboa! Pasaría horas holgazaneando y admirando la belleza de postal que exponen sus miradouros, esos balcones a una ciudad que guarda a orillas del río Tejo los secretos de la poesía de Pessoa o los lamentos de Amália Rodrigues y su prole de grandes voces del Fado, el Blues desgarrador y desgarrado del alma portuguesa.
Casa-Museo de Amalia Rodrigues
No hay Jazz en la Praça da Alegria ni nadie nos canta un Fado en las calles del barrio de Alfama (Kerry, ¡tienes trabajo de revisión!) pero me asombran y confortan las numerosas livrarías, los pasteis de nata con café a precio de céntimos en A Tentadora y sus cinco camareros (¡Cinco! Eco de los tiempos donde importaba el servicio atento y el necesario personal para ello) o la ilusión de San Francisco que dibuja en el horizonte rojizo del atardecer el Ponte 25 de Abril.
Puente 25 de Abril
Reconforta más si cabe a mi espíritu sincopado encontrar las escaleras que bajan (al Jazz siempre se desciende) hacia el santuario de Clean Feed, una discográfica lisboeta de Jazz con vocación internacional y con tienda, Trem Azul, en la que paso largos minutos con mis dedos dedicados con frenesí al arduo arte de deslizar fundas de discos. Más dura será la elección, amenazada en su anárquica alegría por el peso de la razón monetaria. Me esperan, que si no hubiera pasado la tarde entera. Me llevo de recuerdo el polvo acumulado en las yemas de los dedos, cinco discos y las fotografías que atestiguan que hoy, en el siglo XXI, en la era download, todavía existen lugares en los que la música se palpa. Tanto ha ensombrecido la cultura digital el mundo de las cosas que quienes creemos (todavía) en él resistimos aprehendiendo con delectación las formas. Como un ciego que lee en braille leo las cajas de discos con el mismo asombro que hace ya muchos años me llevaba a pasar horas en mi tienda de discos favorita en Pamplona (que en paz descanse). Soy feliz allí. Víctima de una felicidad ansiosa, la de quien constata que la discografía es tan infinita a mis oídos como para dos piernas el mapamundi. Siempre quedará música por escuchar por falta de tiempo y, por qué no reconocerlo, por necesidad de silencio.
Albert Ayler presidiendo el interior de Trem Azul
Asciendo a la Rua do Alecrim después del festín arrastrando mis pasos por las escaleras que antes bajé, con una bolsa de papel como de churrería envolviendo mis cinco discos. Hasta el final del viaje, hasta la vuelta a casa, serán un secreto por descifrar; mientras, simples objetos de fetichismo para un amante del Jazz que admira los dibujos y fotografías de las carátulas casi con la misma veneración que la música que resguardan. ¿Tendrá el tacto mural de la imagen la música de Ralph Alessi? ¿Habré elegido el disco por esa fotografía rayada de un boxeador en blanco y negro? Todo coleccionista de discos tiene algo de comisario de su íntimo museo fotográfico y pictórico de carátulas. Hasta mi vuelta esconderé en la maleta los cinco discos comprados en Trem Azul y los que llegarán con igual emoción en la Feira da ladra (mercado de los ladrones) de Alfama o en la oscura galería de Carbono, la loja de discos que encontraré por puro azar a mitad de la enésima ascensión (¡avituallamiento!) por una olvidada rua de Lisboa.
Ya de vuelta, alejado de la insolente luz atlántica y del insólito verano del otoño portugués, recompongo con desgana el puzle de mi vida cotidiana. No encajan bien las piezas de la rutina después de los tragos de Ginjinha, los pastéis de nata y la luna creciente sobre el castillo de São Jorge o la Catedral de la Sé, admirada cada noche desde el miradouro de São Pedro de Alcántara. Todo viaje deja una estela de recuerdos y tareas que acentúan y apaciguan por igual la nostalgia, como las migas rebañadas del plato son el placebo de un placer prolongado tras devorar uno de los adictivos pastéis. Las fotografías despiertan recuerdos, los discos descubren aciertos y fallos en la selección y aguardan las notas de viaje que mantienen presente una incógnita que todavía busca respuesta: “Hot Clube de Portugal”. ¿Qué fue del atestado sótano que acogía a la flor y nata del mundillo jazzístico de Lisboa? ¿Qué pasó para que yo encontrara aquellos murales de cemento cegando ventanas y puertas? Encuentro ahora en la distancia y con acceso a internet la razón de aquel paisaje desolado. Quizá la respuesta la tenía el mendigo de tez oscura y mirada de pasmo escéptico, pero no me acerqué lo suficiente para escuchar su relato ensimismado. Quizá estuvo allí, en la Praça da Alegria, aquel veintidós de diciembre de dos mil nueve, y desde entonces recita como un mantra alucinado la historia de la inundación del Hot Clube de Portugal; del día en que el agua de los Bombeiros terminó por rendir al fuego que arrasó el número 39 de la Praça da Alegría pero anegó casi sesenta años de Jazz esculpido entre nicotina y pósteres de músicos.
© Carlos Pérez Cruz (Texto y fotografías)
Publicado originalmente en la web www.elclubdejazz.com
Números 38 y 39 de la Praça da Alegria de Lisboa
Hay una coda feliz a esta historia. El Hot Clube de Portugal sigue vivo y organiza actividades allá donde llega a acuerdos con hoteles e instituciones culturales. Que yo sepa hoy no existe un club que retome el hilo de su historia, pero todo llegará. En Lisboa todo lo que baja, vuelve a subir.
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