Odio las tardes grises. El cielo se ha cubierto de plata, el color de todo lo que veo y siento. Mi cerebro destruye aquello que pudo ser habitable en el universo. Cada segundo cuesta las horas de un camino cubierto de nieve. Me resulta difícil pensar con claridad algo que explique el sentido de mi presencia aquí y ahora. Son de nuevo demasiadas las expectativas puestas en las horas concretas cuando lo que se impone es el tiempo global, la generalidad de una vida, no un momento particular. Lo particular es penoso, lo general fugaz. Siento cada segundo perdido como una oportunidad arrojada al vacío y, sin embargo, no se me ocurre con qué hacerlo imprescindible. Miro alrededor y sólo la lluvia agita la pesada gravidez del entorno. Es el otoño que llega para saciar la sed de la tierra. Pienso en asomar mi cabeza por la ventana y que la lluvia remoje la angustia pero me detiene la inercia de un aburrimiento cósmico, el intento vano. He tratado de estirar la goma del tiempo en esta tarde plata, gris como mi ingenio, turquesa como un temporal localizado. Quería hacer inolvidable la primera lluvia del final de verano y he conseguido invierno sin tan siquiera percibir el otoño de matices ocres, de amarillos fosforitos antes de su caída libre al lecho que hierve desnutrido. Dice adiós el calor, hasta un próximo arrebato. Detesto el calor, maldigo el frío que llega. No existe el centro, siempre es extremo el mercurio color plata. Odio esta tarde gris. Odio no saber qué hacer con ella. Se impone el turquesa.
© Carlos Pérez Cruz
No hay comentarios:
Publicar un comentario