El siguiente escrito extractado viene incluido en el libro Todos los caminos están abiertos (editorial minúscula - Paisajes Narrados) de la escritora suiza Annemarie Schwarzenbach resultado de un viaje que realizó en compañía de la escritora Ella Maillart por los Balcanes, Turquía, Irán y Afganistán.
(...) Sin embargo, teníamos la sensación de estar en un país sin mujeres. Conocíamos, naturalmente, el chador, la túnica de cuerpo entero que visten las musulmanas y que poco tiene que ver con la idea romántica del delicado velo de princesas orientales. Ciñe estrechamente la cabeza con tan solo unas perforaciones a manera de rejilla delante de la cara, y cae en holgados pliegues hasta el suelo dejando entrever apenas la punta bordada y los tacones gastados de las pantuflas. (...) se trataba de las mujeres de los altivos afganos que se pasean libremente por doquier, son amantes de la compañía y la tertulia amena y pasan la mitad del día ociosos en una casa de té o en el bazar. Pero esos seres fantasmales tenían en sí mismos poco de humano. ¿Eran niñas, madres, ancianas, jóvenes o viejas, tristes o alegres, hermosas o feas? ¿Cómo vivían, en qué ocupaban su tiempo, a quién prodigaban afecto, amor, odio? (...) Sabíamos que el joven rey Amanullah, a su regreso de un viaje a Europa, se había lanzado a introducir reformas y había intentado seguir sobre todo el ejemplo de Turquía. Actuó con demasiada precipitación. Lo que más se le reprochó fue la emancipación de la mujer. Durante algunas semanas, en Kabul, la capital, cayó el chador; luego estalló la revolución, las mujeres volvieron al harem, regresaron a la estricta reclusión de la vida doméstica, y solo pudieron mostrarse en público cubiertas por un velo.
¿Habían olvidado las mujeres esos amagos de libertad, habían sido borradas de su memoria aquellas pocas semanas de 1929? En una ocasión, siendo huéspedes de un joven de talante abierto e inteligente, gobernador de alguna aldea del norte del país, Ella Maillart se atrevió a formularle esta pregunta. (...) ¿Podía excluirse a las mujeres de un progreso semejante? ¿No debían tomar parte de la nueva vida y ser liberadas de la limitación mortificadora en la que transcurría su existencia? El gobernador respondió con evasivas. Cuando le preguntamos cortésmente si podíamos conocer a su mujer, al principio dijo que sí, pero luego encontró una excusa. (...)
(...) Y eso que las habían instruido - en casa, por supuesto -, sabían leer y escribir, no ignoraban dónde quedaba la India, Moscú, París, incluso habían oído hablar de Suiza. Sin embargo, nunca habían hecho un viaje, no se imaginaban que un día pudieran llegar más allá de Mazar-e Sharif, la capital del Turquestán afgano. ¿Deseaban acaso conocer el mundo, llevar una vida diferente? ¿O se quedarían para siempre en aquel jardín soleado y rodeado de tapias de adobe bajo la patriarcal y estricta supervisión de su madre y señora? (...).
(...) Cuando esas muchachas abandonaban el jardín siempre llevaban puesto el chador y solo podían ver el mundo a través de aquella rejilla, tras la cual su cara permanecía al resguardo de indiscretas miradas masculinas.
Una vida así era difícil de imaginar para nosotras. ¿Pero acaso esas mujeres eran especialmente desgraciadas? Solo se puede desear lo que se conoce. ¿Era correcto, necesario, darles educación, sacarlas de su ignorancia y clavarles el aguijón de la insatisfacción? Pronto aprendimos, sin embargo, que esta pregunta ni siquiera se plantea. Afganistán evoluciona hoy según esas fatales leyes a las que se les da el nombre de progreso, cuyo transcurso no se puede detener. (...)
National-Zeitung, 13 y 14 de abril de 1939
(...) Sin embargo, teníamos la sensación de estar en un país sin mujeres. Conocíamos, naturalmente, el chador, la túnica de cuerpo entero que visten las musulmanas y que poco tiene que ver con la idea romántica del delicado velo de princesas orientales. Ciñe estrechamente la cabeza con tan solo unas perforaciones a manera de rejilla delante de la cara, y cae en holgados pliegues hasta el suelo dejando entrever apenas la punta bordada y los tacones gastados de las pantuflas. (...) se trataba de las mujeres de los altivos afganos que se pasean libremente por doquier, son amantes de la compañía y la tertulia amena y pasan la mitad del día ociosos en una casa de té o en el bazar. Pero esos seres fantasmales tenían en sí mismos poco de humano. ¿Eran niñas, madres, ancianas, jóvenes o viejas, tristes o alegres, hermosas o feas? ¿Cómo vivían, en qué ocupaban su tiempo, a quién prodigaban afecto, amor, odio? (...) Sabíamos que el joven rey Amanullah, a su regreso de un viaje a Europa, se había lanzado a introducir reformas y había intentado seguir sobre todo el ejemplo de Turquía. Actuó con demasiada precipitación. Lo que más se le reprochó fue la emancipación de la mujer. Durante algunas semanas, en Kabul, la capital, cayó el chador; luego estalló la revolución, las mujeres volvieron al harem, regresaron a la estricta reclusión de la vida doméstica, y solo pudieron mostrarse en público cubiertas por un velo.
¿Habían olvidado las mujeres esos amagos de libertad, habían sido borradas de su memoria aquellas pocas semanas de 1929? En una ocasión, siendo huéspedes de un joven de talante abierto e inteligente, gobernador de alguna aldea del norte del país, Ella Maillart se atrevió a formularle esta pregunta. (...) ¿Podía excluirse a las mujeres de un progreso semejante? ¿No debían tomar parte de la nueva vida y ser liberadas de la limitación mortificadora en la que transcurría su existencia? El gobernador respondió con evasivas. Cuando le preguntamos cortésmente si podíamos conocer a su mujer, al principio dijo que sí, pero luego encontró una excusa. (...)
(...) Y eso que las habían instruido - en casa, por supuesto -, sabían leer y escribir, no ignoraban dónde quedaba la India, Moscú, París, incluso habían oído hablar de Suiza. Sin embargo, nunca habían hecho un viaje, no se imaginaban que un día pudieran llegar más allá de Mazar-e Sharif, la capital del Turquestán afgano. ¿Deseaban acaso conocer el mundo, llevar una vida diferente? ¿O se quedarían para siempre en aquel jardín soleado y rodeado de tapias de adobe bajo la patriarcal y estricta supervisión de su madre y señora? (...).
(...) Cuando esas muchachas abandonaban el jardín siempre llevaban puesto el chador y solo podían ver el mundo a través de aquella rejilla, tras la cual su cara permanecía al resguardo de indiscretas miradas masculinas.
Una vida así era difícil de imaginar para nosotras. ¿Pero acaso esas mujeres eran especialmente desgraciadas? Solo se puede desear lo que se conoce. ¿Era correcto, necesario, darles educación, sacarlas de su ignorancia y clavarles el aguijón de la insatisfacción? Pronto aprendimos, sin embargo, que esta pregunta ni siquiera se plantea. Afganistán evoluciona hoy según esas fatales leyes a las que se les da el nombre de progreso, cuyo transcurso no se puede detener. (...)
National-Zeitung, 13 y 14 de abril de 1939
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