En más de una ocasión le he escuchado decir al escritor Juan José Millás que una obra literaria o una película necesita tener altibajos en su tensión narrativa para permitir que en una historia de gran intensidad el lector y/o espectador pueda respirar y no desfallecer. Lo contrario, dice, sería como tener una erección continua y prolongada, algo insoportable. Tengo mis sospechas de que la actuación que ofreció el quinteto del alicantino Ramón López hubiera extenuado al escritor.
El proyecto Songs of the Spanish Civil War nació hace ya diez años y tuvo su versión discográfica en el año 2000 a través del sello británico Leo Records. De la formación original faltó en la presentación barcelonesa el trombonista Thierry Madiot y en su lugar participó el pianista Agustí Fernández, referente indiscutible de la música improvisada ibérica con quien López colabora cada vez de manera más frecuente. Sin embargo la variación de timbres no desvirtúa la esencia de un proyecto que con su franqueza sonora es un documento vivo del conflicto bélico español. Documento no sólo en cuanto a que se nutre de tonadas populares de la Guerra Civil y las muestra sino porque su expresividad es de una contundencia descriptiva tal que la mente no puede dejar de dibujar las escenas del conflicto; vivo, a su vez, porque la música se revuelve, agoniza, vomita como un volcán la lava, cambia de color y nunca es igual aunque siempre sea la misma.
Ramón López ofrece una narración continuada, los capítulos no están numerados sino que se suceden unos a otros sin hoja en blanco entre medias. Apenas usa los puntos, sólo las comas, y nunca un punto y aparte. Cuando tras una breve introducción comienza a sonar Els Segadors el pulso se acelera y la respiración se agarrota. No hay vuelta atrás, es imposible huir de un discurso que te agarra del alma y sacude las emociones, que cuando parece ofrecer tregua (la paz bélica) reclama igualmente todas las energías del oyente hasta llevarle al límite de sus capacidades. Tan intenso en los fortes como exigente en los pianos. No hay medias tintas. Es una música que requiere de una estirpe poco frecuente, la del oyente activo. Y en directo siempre mejor que en disco, sobre todo si el escenario, como era el caso de esta sala, invita a la concentración.
El saxofonista Daunik Lazro se encarga de la mayoría de las exposiciones temáticas que en ocasiones se funden con esa maravillosa rareza vocal que es Beñat Achiary, un hombre capaz de contorsionar la voz como si de un niño burlón se tratara y fuera ciego a las barreras que la ortodoxia pone en el camino. Ya sea un Ay Carmela, el Vito o Mendiko Negarrak, ya sea una melodía de la nostalgia o una poesía del dolor, todo termina por fundirse en una gran masa ígnea que distorsiona el camino de partida y, sin embargo, no pierde en ningún momento su original belleza herida. Y ahí habita una de las grandezas de este proyecto, que partiendo en muchos momentos de melodías populares, reconocibles para el público, estas no sólo delimitan el inicio de un nuevo momento sino que impregnan todo el sentido de la improvisación colectiva e individual.
Como en una montaña rusa se llega al final tan excitado como exhausto tras (más o menos) una hora de música sin interrupciones. Después de comprobar (una vez más) la generosidad de un líder nominal que parece que en cualquier momento va a devorar esa batería que parece un juguete en sus manos, que cuando amenaza con la violencia de un francotirador se contiene y acaricia todos y cada uno de los rincones de su instrumento, que cuando escucha disfruta tanto (o más) que cuando toca, que nos regala a un contrabajista de expresividad virtuosa como Paul Rogers o el placer de intuir la presencia de un pianista de primera como Agustí Fernández que, aun comedido, tejió las atmósferas adecuadas a lo que el grupo y solistas exigían en cada momento.
Tiene razón Juan José Millás en eso de que el espectador necesita altibajos con los que rebajar la tensión cuando la historia que le cuentan es intensa emocionalmente. No es fácil soportar la intensidad dramática e ininterrumpida de este proyecto y salir indemne. También es cierto, sin embargo, que no todos los días se puede obtener una erección de semejante calibre así que, una vez conseguida, más vale disfrutarla hasta el final aunque se corra el riesgo de acabar como Ramón María, el trompetista con una erección permanente de La magnitud de la tragedia (de Quim Monzó).
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente aquí.
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El proyecto Songs of the Spanish Civil War nació hace ya diez años y tuvo su versión discográfica en el año 2000 a través del sello británico Leo Records. De la formación original faltó en la presentación barcelonesa el trombonista Thierry Madiot y en su lugar participó el pianista Agustí Fernández, referente indiscutible de la música improvisada ibérica con quien López colabora cada vez de manera más frecuente. Sin embargo la variación de timbres no desvirtúa la esencia de un proyecto que con su franqueza sonora es un documento vivo del conflicto bélico español. Documento no sólo en cuanto a que se nutre de tonadas populares de la Guerra Civil y las muestra sino porque su expresividad es de una contundencia descriptiva tal que la mente no puede dejar de dibujar las escenas del conflicto; vivo, a su vez, porque la música se revuelve, agoniza, vomita como un volcán la lava, cambia de color y nunca es igual aunque siempre sea la misma.
Ramón López ofrece una narración continuada, los capítulos no están numerados sino que se suceden unos a otros sin hoja en blanco entre medias. Apenas usa los puntos, sólo las comas, y nunca un punto y aparte. Cuando tras una breve introducción comienza a sonar Els Segadors el pulso se acelera y la respiración se agarrota. No hay vuelta atrás, es imposible huir de un discurso que te agarra del alma y sacude las emociones, que cuando parece ofrecer tregua (la paz bélica) reclama igualmente todas las energías del oyente hasta llevarle al límite de sus capacidades. Tan intenso en los fortes como exigente en los pianos. No hay medias tintas. Es una música que requiere de una estirpe poco frecuente, la del oyente activo. Y en directo siempre mejor que en disco, sobre todo si el escenario, como era el caso de esta sala, invita a la concentración.
El saxofonista Daunik Lazro se encarga de la mayoría de las exposiciones temáticas que en ocasiones se funden con esa maravillosa rareza vocal que es Beñat Achiary, un hombre capaz de contorsionar la voz como si de un niño burlón se tratara y fuera ciego a las barreras que la ortodoxia pone en el camino. Ya sea un Ay Carmela, el Vito o Mendiko Negarrak, ya sea una melodía de la nostalgia o una poesía del dolor, todo termina por fundirse en una gran masa ígnea que distorsiona el camino de partida y, sin embargo, no pierde en ningún momento su original belleza herida. Y ahí habita una de las grandezas de este proyecto, que partiendo en muchos momentos de melodías populares, reconocibles para el público, estas no sólo delimitan el inicio de un nuevo momento sino que impregnan todo el sentido de la improvisación colectiva e individual.
Como en una montaña rusa se llega al final tan excitado como exhausto tras (más o menos) una hora de música sin interrupciones. Después de comprobar (una vez más) la generosidad de un líder nominal que parece que en cualquier momento va a devorar esa batería que parece un juguete en sus manos, que cuando amenaza con la violencia de un francotirador se contiene y acaricia todos y cada uno de los rincones de su instrumento, que cuando escucha disfruta tanto (o más) que cuando toca, que nos regala a un contrabajista de expresividad virtuosa como Paul Rogers o el placer de intuir la presencia de un pianista de primera como Agustí Fernández que, aun comedido, tejió las atmósferas adecuadas a lo que el grupo y solistas exigían en cada momento.
Tiene razón Juan José Millás en eso de que el espectador necesita altibajos con los que rebajar la tensión cuando la historia que le cuentan es intensa emocionalmente. No es fácil soportar la intensidad dramática e ininterrumpida de este proyecto y salir indemne. También es cierto, sin embargo, que no todos los días se puede obtener una erección de semejante calibre así que, una vez conseguida, más vale disfrutarla hasta el final aunque se corra el riesgo de acabar como Ramón María, el trompetista con una erección permanente de La magnitud de la tragedia (de Quim Monzó).
© Carlos Pérez Cruz
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