tEl vestíbulo del cine está habitado cada mañana por un grupo de siete u ocho mendigos, a veces más, adictos al trago de Don Simón que se resguardan del sol, la lluvia o el viento. Son bulliciosos, no discuten pero pareciera que lo hicieran. El color de sus voces relata excesos en el alcohol y el tabaco, la dureza de la vida al aire libre. Por la tarde, cuando las proyecciones van a dar comienzo, no queda rastro de ellos. Alguien ha barrido los restos de la mañana. La taquilla está abierta, la taquillera con gesto resignado, desplomado el mentón sobre la palma de la mano, mira la pantalla del ordenador. Un hombre interrumpe su sopor, tres mujeres más tarde, otro hombre y una joven pareja. Compran su entrada y desaparecen en el interior camino de la oscuridad de la sala. Se resguardan del frío de la vida al calor de las historias ajenas. Son adictos a la ficción los mendigos de la tarde.
© Carlos Pérez Cruz
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