Me enfrento al papel en blanco (aunque éste sea electrónico sigue siendo blanco) para escribir unas líneas sobre un concierto. No tengo muy clara la función de una crítica musical (aunque yo prefiero llamarla opinión o reseña) ya que es absurda, no suena, el lector no puede escuchar la música que mis oídos escucharon y si sí lo hizo es probable que mis palabras sirvan para refrendar su opinión o, al contrario, para enfadarle con una interpretación del mismo que no concuerde con su experiencia. Como mi peso mediático es liviano no hundiré ni ascenderé a los altares a nadie con mis opiniones. En fin, no pretendo resolver el misterio del valor de la crítica (da igual de qué disciplina artística) en unas pocas líneas así que será mejor que deje atrás este devaneo que sólo pretende justificar una cosa. Voy a escribir sobre el concierto (y alrededores) de un músico del que llevo muchos años enamorado. Y ya se sabe que el amor suele desvirtuar la correcta percepción de la realidad (o eso me dicen siempre los “objetos” de mi amor).
Hasta el día de hoy ningún músico me ha afectado tanto como Arto Tunçboyaciyan; ningún sonido creado por el hombre me ha “atravesado” de tal manera como los muchos que nos ha ido regalando el armenio a lo largo de una ya larga trayectoria profesional. Y mentiría si dijera que otros nombres, otros sonidos, no me han puesto “patas arriba”. Pero si la vida tuviera que elegir al autor de una única banda sonora ésta la firmaría sin duda Arto. De mi vida, claro. O de cómo yo siento la vida. Y es que Arto tiene la capacidad de abrir las puertas del interior más recóndito del alma humana (universal y personal). ¿Cómo? Con la sensibilidad. Su música parece estar a punto de desvanecerse en cualquier momento, te hace permanecer en tensión rogando que la magia no se esfume, consciente de que, aunque la belleza es lo más frágil de nuestra existencia, tiene, sin embargo, el poder de llevarte a un lugar de infinita felicidad. Y entonces baja del escenario y con una botella de cristal y una pandereta desciendes a la tierra y “simplemente” te diviertes durante unos minutos en los que no sólo eres inspiración para el creador sino partícipe de un juego musical que da forma a un coro popular que se pregunta mediante onomatopeyas “eh, why bum?” (¿por qué bombas?) La respuesta la tiene Bush y todos los “abush” (estúpido en armenio) como él.
Hace cuatro años tuve la oportunidad de asistir a un concierto de Arto Tunçboyaciyan junto a su Armenian Navy Band (el nombre ya es toda una muestra de la filosofía del músico, si tenemos en cuenta que Armenia es un país sin salida al mar). Entonces recuerdo que eché en falta los momentos más íntimos de Arto que esta vez fueron muchos, aquellos en los que coge su sazabo (o bular, según le dé por llamarle a este pequeño instrumento de cuerda semejante a un pequeño laúd) y te sobrecoge con la voz y con su idioma propio que cada uno está invitado a traducir. No hace falta. Se le entiende perfectamente. No se necesitan palabras concretas cuando es capaz de decirlo todo sin decir nada. Te agarra por la solapa de las emociones y te zarandea hasta dejarte felizmente extasiado. ¡Y sí! Es un grandísimo humorista, un juguetón incansable que hace buena la propia confesión de que todo armenio ríe pero tiene un lado que siempre llora. Y cuando llora es cuando más ganas entran de sonreír, levemente, pero sonreír, porque de su dolor, de su mirada al mundo, viene toda la belleza de su Arte. Y te sientes bien. Muy bien.
© Carlos Pérez Cruz
Comentario publicado originalmente aquí.
Hasta el día de hoy ningún músico me ha afectado tanto como Arto Tunçboyaciyan; ningún sonido creado por el hombre me ha “atravesado” de tal manera como los muchos que nos ha ido regalando el armenio a lo largo de una ya larga trayectoria profesional. Y mentiría si dijera que otros nombres, otros sonidos, no me han puesto “patas arriba”. Pero si la vida tuviera que elegir al autor de una única banda sonora ésta la firmaría sin duda Arto. De mi vida, claro. O de cómo yo siento la vida. Y es que Arto tiene la capacidad de abrir las puertas del interior más recóndito del alma humana (universal y personal). ¿Cómo? Con la sensibilidad. Su música parece estar a punto de desvanecerse en cualquier momento, te hace permanecer en tensión rogando que la magia no se esfume, consciente de que, aunque la belleza es lo más frágil de nuestra existencia, tiene, sin embargo, el poder de llevarte a un lugar de infinita felicidad. Y entonces baja del escenario y con una botella de cristal y una pandereta desciendes a la tierra y “simplemente” te diviertes durante unos minutos en los que no sólo eres inspiración para el creador sino partícipe de un juego musical que da forma a un coro popular que se pregunta mediante onomatopeyas “eh, why bum?” (¿por qué bombas?) La respuesta la tiene Bush y todos los “abush” (estúpido en armenio) como él.
Hace cuatro años tuve la oportunidad de asistir a un concierto de Arto Tunçboyaciyan junto a su Armenian Navy Band (el nombre ya es toda una muestra de la filosofía del músico, si tenemos en cuenta que Armenia es un país sin salida al mar). Entonces recuerdo que eché en falta los momentos más íntimos de Arto que esta vez fueron muchos, aquellos en los que coge su sazabo (o bular, según le dé por llamarle a este pequeño instrumento de cuerda semejante a un pequeño laúd) y te sobrecoge con la voz y con su idioma propio que cada uno está invitado a traducir. No hace falta. Se le entiende perfectamente. No se necesitan palabras concretas cuando es capaz de decirlo todo sin decir nada. Te agarra por la solapa de las emociones y te zarandea hasta dejarte felizmente extasiado. ¡Y sí! Es un grandísimo humorista, un juguetón incansable que hace buena la propia confesión de que todo armenio ríe pero tiene un lado que siempre llora. Y cuando llora es cuando más ganas entran de sonreír, levemente, pero sonreír, porque de su dolor, de su mirada al mundo, viene toda la belleza de su Arte. Y te sientes bien. Muy bien.
© Carlos Pérez Cruz
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