Dice Anaïs Barbeau-Lavalette que “el mundo árabe se describe a menudo de forma muy superficial, como una cultura monolítica. Los árabes nos asustan”. Cuánta
razón tiene y qué importante es mostrar sus mundos sin caer en
tentaciones paternalistas ni en estereotipos deformadores. Pero la
barrera que los medios y el ocio más frívolo han creado es quizá más
alta que el muro con el que Israel construye la cárcel palestina en Gaza
y Cisjordania. Si los rusos hablaban como Tarzán en el doblaje de las
películas USAmericanas con trasfondo de la Guerra Fría, los árabes no
sólo hablan de forma incomprensible sino que parecen sacados
directamente del Medievo. Y desde el 11-S, terroristas por naturaleza.
Desconozco cómo serán los árabes en otras regiones del mundo, pero
conozco algo de cómo son los que viven en Territorios Ocupados. En
general, son personas. Incluso te invitan a té. Y sí, fanáticos del
fútbol, tal y como muestra Barbeau-Lavalette en una de las escenas más
conmovedoras de Inch’ Allah. Personas, con sus bondades y sus
miserias, con sus aspiraciones y sus decepciones. Hace falta, casi tanto
como el aire, que los artistas occidentales (ni qué decir tiene, los
medios de comunicación) compensen el daño hecho, tanta simplificación
simiesca de quienes ni siquiera nos hemos preocupado por conocer ni
estrechar la mano: “No les entendemos y tampoco nos esforzamos en
hacerlo”, reflexiona la directora de Quebec.
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