El objetivo vendría a ser convertir los aplausos
en dinero contante y sonante para tirar hacia
adelante. Soy consciente de que la imagen más
amable es imaginar al artista como alguien ajeno
a esas menudencias, a un ser que se eleva sobre
las obligaciones cotidianas para hacernos más
llevaderas las nuestras. Pero no, resulta que
los creadores son igualmente ciudadanos con sus
obligaciones y facturas, incluso con un plato
por llenar.
La narración de la historia del jazz está llena de miserias y putrefacciones. Sin embargo, se lee más como si fuera narrativa de ficción que libro de historia. De esa manera, las vidas que bordean (o chapotean en) lo indigno son novelescas, no biográficas. Lamentablemente, bajo el halo místico se encuentra el fango: real y tangible como un plato de alubias.
Cada cierto tiempo nos llegan de Estados Unidos noticias de músicos que, a pesar de su leyenda y veteranía, se encuentran en la ruina o a punto de ser desahuciados. Todos conocemos las peculiaridades del sistema sanitario estadounidense (que se lo digan a Vic Chesnutt, que en paz descanse), y por eso uno entiende más si cabe la imprescindible lucha a cara de perro por mantener el nuestro lo más lejos posible de las garras privadas. Músicos de renombre, conocidos en todas partes del planeta por los aficionados al jazz, ven cómo su mundo se derrumba con la llegada de la enfermedad, a pesar de llevar décadas al servicio de nuestro paladar estético. Le pasó recientemente a Clark Terry y ahora le ha sucedido a Julian Priester (y a tantos otros antes y ahora). En Estados Unidos, enfermar es un lujo de ricos y ser jazzista no abre precisamente las puertas de Wall Street.
La narración de la historia del jazz está llena de miserias y putrefacciones. Sin embargo, se lee más como si fuera narrativa de ficción que libro de historia. De esa manera, las vidas que bordean (o chapotean en) lo indigno son novelescas, no biográficas. Lamentablemente, bajo el halo místico se encuentra el fango: real y tangible como un plato de alubias.
Cada cierto tiempo nos llegan de Estados Unidos noticias de músicos que, a pesar de su leyenda y veteranía, se encuentran en la ruina o a punto de ser desahuciados. Todos conocemos las peculiaridades del sistema sanitario estadounidense (que se lo digan a Vic Chesnutt, que en paz descanse), y por eso uno entiende más si cabe la imprescindible lucha a cara de perro por mantener el nuestro lo más lejos posible de las garras privadas. Músicos de renombre, conocidos en todas partes del planeta por los aficionados al jazz, ven cómo su mundo se derrumba con la llegada de la enfermedad, a pesar de llevar décadas al servicio de nuestro paladar estético. Le pasó recientemente a Clark Terry y ahora le ha sucedido a Julian Priester (y a tantos otros antes y ahora). En Estados Unidos, enfermar es un lujo de ricos y ser jazzista no abre precisamente las puertas de Wall Street.
Julian Priester
El trombonista Julian Priester, de 77 años,
sufre una enfermedad de riñón y necesita recibir
trasplante. Los gastos asociados al tratamiento
les llevaron a él y a su mujer a perder su
vivienda y a almacenar sus pertenencias. La
imposibilidad de afrontar los gastos de
almacenaje pone en riesgo las pertenencias, que podrán
ser subastadas si no consiguen pagar la deuda.
Para alguien que lleva más de sesenta años
entregado a la música y en cuyo currículo
figuran desde Sun Ra a John Coltrane, pasando
por Max Roach o Herbie Hancock, suena
francamente injusto. Injusto o no, su realidad
no es ni mucho menos una excepción (la lista es
larga). Si en España ser jazzista a tiempo
completo es vivir en precario y en negro, en
Estados Unidos la realidad es parecida, con el
agravante consabido de que acceder a
determinados servicios sanitarios puede
aniquilar de un plumazo seis décadas de vida
profesional.
“Ninguno de los clubes de jazz en los que gastas tu dinero lo ingresa en el fondo de pensiones para los músicos que trabajan allí. Y yo les he dicho no, porque esa es la verdad”. Palabras del trompetista Jimmy Owens que uno recibe como un sopapo de realismo al entrar en la página web de ‘Justice for Jazz Artists’. Denuncian prácticas degradantes de clubes que forman parte de nuestro imaginario mítico, como el Village Vanguard o el Birdland neoyorquinos. Un fondo de pensiones que, imagino, le habría venido de perlas al trombonista dado que, al carecer de él, sus ingresos dependen fundamentalmente de los bolos y giras. Y claro, cuando se está a la espera de un riñón…
La historia de esta música está escrita con sangre, sudor y muchas lágrimas al final del camino. Y para secar las lágrimas, músicos como Terry o Priester se ven abocados a la caridad (que nada tiene que ver con la justicia). Gracias a las donaciones anónimas por internet, se pueden paliar situaciones extremas. Pero no parece de recibo que sesenta años de trabajo dependan del altruismo del personal. Estas soluciones no dejan de ser un parche en las costuras del sistema.
“Ninguno de los clubes de jazz en los que gastas tu dinero lo ingresa en el fondo de pensiones para los músicos que trabajan allí. Y yo les he dicho no, porque esa es la verdad”. Palabras del trompetista Jimmy Owens que uno recibe como un sopapo de realismo al entrar en la página web de ‘Justice for Jazz Artists’. Denuncian prácticas degradantes de clubes que forman parte de nuestro imaginario mítico, como el Village Vanguard o el Birdland neoyorquinos. Un fondo de pensiones que, imagino, le habría venido de perlas al trombonista dado que, al carecer de él, sus ingresos dependen fundamentalmente de los bolos y giras. Y claro, cuando se está a la espera de un riñón…
La historia de esta música está escrita con sangre, sudor y muchas lágrimas al final del camino. Y para secar las lágrimas, músicos como Terry o Priester se ven abocados a la caridad (que nada tiene que ver con la justicia). Gracias a las donaciones anónimas por internet, se pueden paliar situaciones extremas. Pero no parece de recibo que sesenta años de trabajo dependan del altruismo del personal. Estas soluciones no dejan de ser un parche en las costuras del sistema.
Sinouj
La fórmula de pequeñas donaciones por internet
(el famoso
crowfunding) se está imponiendo como vía de
solución económica puntual para objetivos
concretos. Si a Priester ser le ayuda a afrontar
los gastos derivados de su estado de salud, a
grupos como el madrileño Sinouj se les procura
ayudar a hacer realidad un disco.
Mismas vías para objetivos cuyo grado de
urgencia difiere pero que son síntoma de la
precariedad general de la profesión. Aunque
Pablo Hernández – saxofonista y líder del grupo
– asegura que grabarán el disco se alcancen o no
los 4500 € solicitados (con un solo sobre de los
de Bárcenas estaba hecho), no todos los artistas
podrían hacerlo sin asegurarse la financiación
adecuada. Así vemos cómo nos llegan con bastante
frecuencia correos o mensajes a través de las
redes sociales que ruegan nuestra complicidad
con proyectos de todo tipo y condición. Algunos
salen, otros quedan en el camino. Resulta
agotador, tanto para el emisor como para el
receptor. Al artista, le obliga a estar en una
campaña permanente que impida que su petición se
pierda en el vasto océano de fugaces datos de
nuestras pantallas; a los posibles donantes, se
nos encoge un poquito el alma, como cuando
retiramos la mirada del mendigo que nos suplica
unas monedas en la puerta del supermercado. No
se llega a todo.
Mientras se divaga en torno a la ‘Ley de mecenazgo’ (¿la habremos soñado?) y la inversión pública va en franco retroceso, todo queda a expensas de la microbondad. Que los éxitos en ese campo no nos hagan perder de vista los sonoros y mayoritarios fracasos. Muy mal hablan de nuestra actitud cívica las cifras que ha desvelado la pianista Irene Aranda de su experimento Yetzer. La tan cacareada cultura libre de internet deja clara sus consecuencias. Permitir, como ha hecho Irene, que su música se pueda descargar libremente (lo que exigen – elijo el verbo de forma consciente - con enorme vehemencia) y dejar el pago a la voluntad del descargante ofrece, en su caso, cifras concluyentes: desde mayo de 2012 (lanzamiento del disco) hasta el presente mes de enero de 2013, a 775 descargas del disco les han correspondido 27 donativos, un porcentaje del 3,5%. Aranda zanja la información con el siguiente comentario: “Desde aquí, mi más sincero agradecimiento. Recuerda que tu apoyo es importante para que la música siga viva”. Adivino la risa floja de Irene al escribirlo.
Mientras se divaga en torno a la ‘Ley de mecenazgo’ (¿la habremos soñado?) y la inversión pública va en franco retroceso, todo queda a expensas de la microbondad. Que los éxitos en ese campo no nos hagan perder de vista los sonoros y mayoritarios fracasos. Muy mal hablan de nuestra actitud cívica las cifras que ha desvelado la pianista Irene Aranda de su experimento Yetzer. La tan cacareada cultura libre de internet deja clara sus consecuencias. Permitir, como ha hecho Irene, que su música se pueda descargar libremente (lo que exigen – elijo el verbo de forma consciente - con enorme vehemencia) y dejar el pago a la voluntad del descargante ofrece, en su caso, cifras concluyentes: desde mayo de 2012 (lanzamiento del disco) hasta el presente mes de enero de 2013, a 775 descargas del disco les han correspondido 27 donativos, un porcentaje del 3,5%. Aranda zanja la información con el siguiente comentario: “Desde aquí, mi más sincero agradecimiento. Recuerda que tu apoyo es importante para que la música siga viva”. Adivino la risa floja de Irene al escribirlo.
Portada de Yetzer de Irene Aranda
"La aventura que nos hace humanos para unos, o simple
pérdida de tiempo para los que reclaman que todo
sea manejable y brinde netos beneficios",
escribía en un artículo titulado
Sin filosofía Fernando Savater. De eso va la música (entre otras
cosas), de hacernos y sentirnos humanos. Datos
como los que ofrece la pianista jiennense
estrangulan “la aventura que nos hace humanos” y
se consagran al imperio de lo “manejable” (desde
luego descargar la música con un solo clic es
pura manejabilidad) y los “netos beneficios”
(los de quien invierte cero en música y recibe
TODO de ella, claro). Mientras todo se fíe a la
caridad, la calidad de la música (y de la vida
de los músicos) irá en retroceso. “Mientras
avance la tecnología, nadie lamentará el
retroceso del pensamiento”, sentencia Savater.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente en www.elclubdejazz.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario