Se sorprende Lucía del celo con
que preservo de la indiscreción mi vida privada. Ella, que lo sabe casi todo. Conforme
más se desparraman las vísceras íntimas del personal en el mundo digital, más
precavido soy al respecto. No es una reacción frente a la modernización (yo,
que vivo en ella por necesidad), es simple respeto a uno mismo y a las personas
que dan vida a ese ámbito privado.
Hace unos días, en uno de esos
raros zapeos televisivos que me concedo, la televisión pública española daba “noticia”
de una fotografía que una conocida cantante (¿?) pop había publicado en la red.
La “particularidad” radicaba en que era (presuntamente) una fotografía que se
había realizado ella misma recién levantada de la cama (no se lo cree ni ella),
ese momento en que se es menos reconocible incluso para uno mismo (o quizá el
momento donde más reconocibles resultamos y, por lo tanto, más nos detestamos).
Más allá del ridículo de que algo así ocupe a un medio de comunicación (más si
cabe, público), ¿por qué habría de interesarnos la pose de nadie en semejante
coyuntura? Quizá podamos fantasear sobre ello pero las fantasías, una vez violada
su categoría de abstracción imaginaria, suelen desvanecerse con la misma apatía
de un cuerpo después de culminar el sexo.
¿Sueñan, fantasean y se masturban
los disciplinados currelas de El Al con las vidas privadas que roban a sus
clientes? Puede que acaben tan hastiados como el barman que tiene que soportar
los reproches de vidas ajenas, todas tan insoportablemente comunes. Tal vez en el
plus de esa misión patriótica, de esa avanzadilla militar en el extranjero con
la colonización de los aeropuertos, encuentren el grado de excitación necesaria
para mantener activa la tensión laboral y, por ende, íntima. ¿Nos imaginaría en
plena faena a Lucía y a mí ese cuerpo de apariencia femenina embutido en el disfraz
de azafata de avión que trataba de sonsacar nuestras presuntas contradicciones?
Con dos o tres esputos inquisitoriales
logró saber que llevábamos juntos tres años, uno compartiendo piso. Lástima que
fuera mentira. Yo, que soy tan malo en la mentira, fui premiado con un proceso “normal”
de facturación y acceso al avión. Sin embargo, otro cuerpo de apariencia
femenina, esta vez en Tel Aviv, me castigó con la retención del pasaporte pese
haber dicho la verdad: el nombre de mi padre y de mi abuelo paterno.
Ha calado tan hondo el discurso
del miedo en nuestra sociedad que aceptamos desnudar nuestra intimidad mental y
física (este segundo premio no me fue concedido – sí a otras compañeras de
viaje - por el amable y severo personal israelí) en nombre de una seguridad que
devora lo poco de nosotros que permanece incógnito para los demás. ¿En calidad
de qué, con el permiso de quién, bajo qué concepto, debo nadie contestar sobre
su vida privada por “motivos de seguridad”? ¿Qué derecho tiene El Al de interrogar
en suelo extranjero cuando ni siquiera se ha llegado todavía al mostrador de
facturación?
¿Me puede mostrar una foto de su pareja recién levantada que demuestre que son, en verdad, pareja?
Todo llegará. Todo sea por "motivos de seguridad". ¡Que vuele Chenoa!
© Carlos Pérez Cruz
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