El escritor se enfrenta al folio en blanco. Es un folio de anchura ciertamente reducida pero de una longitud estimable. Cuando la idea surge desafía al blanco y lo perfora, desciende por él agujereándolo hasta alcanzar un final. Nuestro escritor no imprime letras sobre el papel, ni siquiera escribe braille. Su escritura perforada necesita de una pequeña cajita de música para ser leída. Así introduce el folio por la estrecha ranura de la caja, ésta lo retiene y comienza a girar una manivela que parece de juguete. El papel camina y atraviesa el interior de la cajita. La historia comienza a sonar y el folio que la contiene inicia su descenso por el otro lado. Lo que queda por contar asciende lentamente hacia la caja; lo ya dicho cae hacia el suelo con la misma lentitud del ascenso. La historia llega a su fin y el papel queda suspendido. Ha sido un cuento breve, una canción de cuna, un cuento de hadas. De pronto la historia vuelve a contarse pero el papel que la contiene permanece inmóvil. ¿Será cosa de un mago? Es la misma historia, sí, pero con nuevos escenarios y personajes, distinta cada vez aunque siempre la misma. Nuestro escritor, nuestro mago del sonido, apoya sobre sus piernas una zanfona, su instrumento de escritura principal, y como si de un palimpsesto se tratara reescribe. Hay dos niveles de narración: El argumento original que nos leyó la caja de música y la reescritura que realiza la zanfona. La primera permanece, la segunda nunca más volverá a ser contada así. Como si convivieran la narrativa escrita y su transmisión oral.
La descripción del párrafo anterior (contraviniendo las normas que indican que no se debe utilizar una crítica para hacer “poesía”) tiene su justificación al hablar de un músico como Germán Díaz. Zanfonista, sí, pero también contador de historias. Las cuenta con la zanfona pero también con otros instrumentos de manivela, esos que necesitan de una para sonar porque de otra manera no sabrían. En la iglesia de Otazu (Álava), muy cerquita de Vitoria-Gasteiz - aunque la ciudad no se dejara ver rodeado como estaba el pueblo por la noche -, nos convocó Díaz para contar las historias que antes pudimos escuchar en su Pi – Música para manivelas. Historias propias y ajenas, las que narraron en su día autores como Anouar Brahem, Valentin Clastrier o Richard Galliano. Son cuentos hipnóticos, capaces de hacernos olvidar que el ambiente helador del interior sacro apenas se diferenciaba de la gélida noche de otoño que azotaba fuera. Estábamos todos tan ensimismados que sólo fuimos conscientes del frío cuando Germán nos convenció de que había terminado (nadie se movió después del bis y de que Díaz hubiera abandonado el altar-escenario; tuvo que salir para comunicarlo). Pero mientras las ganas de escuchar pudieron con cualquier inconveniente. Y fue generoso en la narración, dadas las circunstancias.
Germán Díaz es una voz singular con un sonido plural. Con un poco de ayuda electrónica (la magia siempre es magia) hace sonar la caja de música o el órgano de barbaria (éste también lee cartones perforados) y los registra mientras para que después, con un golpe de pedal, vuelvan a sonar sin necesidad de girar sus respectivas manivelas. Así primero escuchamos los cimientos de una historia que crece después con la improvisación que desarrolla con la zanfona. Pero no siempre es así, en ocasiones es la propia zanfona la que suena, graba y reproduce los sonidos sobre los que improvisa. Y son cuentos que tienen siempre, pese a su modernidad, un halo de antigüedad que es parte de la magia del instrumento. Si la caja de música nos retrotrae a la infancia (¡aunque yo no tuviera ninguna!) o el órgano de barbaria nos recuerda a un acordeón (no obstante su mecanismo es en parte semejante), la zanfona consigue barnizar de Historia las notas que el intérprete recrea con ella. Su sonido pertenece al de esa serie de instrumentos que, como la nyckelharpa o la alboka, llevan consigo de manera inevitable la imaginación a otros tiempos quizá imaginados. Pero aunque eso sea así no quita para que Germán sea capaz de expresarse con la zanfona como quiera y en el contexto que él quiera. Ya le hemos escuchado con jazzistas como Antonio Bravo (Músicas populares de la Guerra Civil) o Baldo Martínez (Cuarteto acústico o el Projecto Miño) y eso quiere decir que el límite del instrumento no está en el instrumento mismo sino en la mentalidad del intérprete. Y la de Germán Díaz es una mentalidad abierta que podría asemejarse a la de un jazzista (¡ojo! ¡¡Músico de Jazz y mentalidad abierta no son conceptos unívocos!!) aunque más que un género le define un concepto: creatividad. Es capaz de generar música de los elementos más insignificantes y la desarrolla con una facilidad pasmosa. Es de los que hace parecer muy fácil aquello que toca, aunque en esa facilidad se escondan horas de trabajo y de escucha (quizá la parte más obviada con frecuencia en la formación de un músico). Parte de ritmos tradicionales, busca las sonoridades extremas del instrumento, lo percute, crea loops y sobre ellos improvisa (bajos, ritmos…). Está facultado para emocionar y hacer contener la respiración con lo que crea. Es capaz de mantener en vilo al oyente hasta la última resonancia de la última nota de cada composición/improvisación. Recorre el teclado de su zanfona con la musicalidad de un Keith Jarrett en el piano, trabaja las cuerdas para obtener los efectos que, por ejemplo, un Baldo Martínez con el contrabajo (frotación de las cuerdas) o que un Pat Metheny con la guitarra cuando esta suena a pequeña arpa (pulsando las cuerdas de su zanfona). Su mundo musical es tan amplio que no merece la pena reducirlo a una estética concreta. Es mejor dejar que su música siga escribiendo una historia propia al margen de lo que se supone que debería ser. El siguiente folio en blanco espera para ser perforado. Y promete, como la buena literatura... aunque lo suyo no sea un best seller.
© Carlos Pérez Cruz (texto y fotografías)
Publicado originalmente aquí.
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