¡Vaya mierda! Si alguien les deseó aquello de mucha mierda antes de la actuación, Evans, Fernández y Gustafsson respondieron con abundante en el Dragon Club de Poznan (Polonia) donde tuvo lugar el 9 de diciembre de 2009 el concierto contenido ahora en un fósil discográfico. Las excreciones sonoras del trío han quedado condensadas para la eternidad y puede que en un futuro (en el que el hombre quizá vuelva a caminar sobre sus cuatro patas) alguien recoja este coprolito audible y se asombre por el aspecto amorfo de la música de sus antepasados. O puede que no, quizá para entonces sea asunto común la disparidad de formas y no esté en permanente discusión. Como si de aquella escena de Blue in the face (Wayne Wang y Paul Auster) en la que discuten sobre las diferentes formas del excremento (de la mierda, vamos) se tratara, vivimos en un permanente debate sobre el aspecto formal cuando tan válida es la perfecta redondez como la indescifrable figura llena de aristas. Desconozco si el coprolito de la colección de la familia Gustafsson (que ilustra la edición física de la grabación) fue inspiración previa o posterior a la actuación pero mierda y música comparten textura. Es dura (pues está fosilizada... la caca, claro) y a su vez tiene forma indefinida (la música es un constante fluir de libertad estructural y expresiva) a la vez que tiende a una cierta redondez compacta y reconfortante (todo el mundo sabe a qué me refiero, ¿no?). En definitiva, ¡una mierda! Exclamación que espero entiendan Evans, Fernández y Gustafsson como un piropo cuando de un disco titulado Kopros Lithos hablamos.
Por si hubiera alguna duda, de lo que hablo es de un entusiasmo; el mío, despierto gracias a esta joya de coleccionista (la reducida edición de este tipo de grabaciones la convierte de inmediato en tal). Una alegría que constata que los resistentes de la música, los inconformistas (quizá revolucionarios) se buscan y se encuentran allá donde les dejen. No hay muchos lugares donde se permita hoy que tres músicos suban al escenario sin papel alguno y descarguen toda su furia creativa sin edulcorantes, sin premeditada condescendencia. Por eso este tipo de música es la minoritaria entre las minoritarias, porque pocos logran (intentan) asimilar una expresión musical rara vez limitada de antemano por normas (escritas), por formas y argumentos reiterados que, por insistencia, construyen en nuestro inconsciente lugares comunes que brotan sin el más mínimo esfuerzo. Esta música llena de ruidos, onomatopeyas, masas sonoras, disonancias, ritmos rotos, efectos... nos recuerda quizá demasiado a la vida diaria (¡tan caótica!) y preferimos refugiarnos de ella como quien prefiere una película de ocio hollywoodiense a un drama realista del más crudo cine europeo. Aunque puede que nada de lo dicho tenga sentido porque la música de este Kopros Lithos es ciertamente divertida, tiene una evidente esencia lúdica; porque sólo desde la desinhibición más absoluta y el sentido del humor se puede hacer música tan seria. Seria y compleja: partir del vacío es complejo para el compositor sobre un papel pero más serio es el reto cuando tienes ya un público delante y todo por componer. Se me podrá objetar que de tanto lanzarse al vacío hay un mundo de clichés al alcance de la mano, un salvoconducto para hacer frente a problemas de inspiración tan reiterado como las formas que componen esos lugares comunes antes mencionados. De acuerdo pero, precisamente por eso, tiene para mí más valor esta grabación de ruido acústico (así está descrita en el CD, no como música) en la que las ideas fluyen con tal ingenio y precisión; en la que los silencios forman parte natural de una expresión musical que a veces parece olvidarlos; en la que se logran asombrosos empastes sonoros gracias al dominio de todas las formas inimaginables de tocar un instrumento. Y fluye, fluyen las ideas en un continuo sin que la intensidad (creativa) decaiga. Una densa y compacta masa sonora mantenida en el tiempo se va desgajando hasta caer en la reiteración obsesiva y circular de Peter Evans y Agustí Fernández sobre la que el saxo barítono de Mats Gustafsson mantiene un sereno discurso de notas largas (My ears were ringing!); la genial puesta en marcha de My fingers were glue es el paradigma del valor del silencio como materia sonora que va siendo arañada como si sobre ella se fuera esculpiendo un cuadro de pinceladas inicialmente tentativas y después firmes, desatadas y alocadas. De la insólita trompeta theremín (¿eres tú, Peter?) al estallido delirante de las cuerdas del piano bajo el bombardeo de Agustí pasando por el hombre saxofón (lo de Gustafsson no es un humano tocando un saxo, es un organismo integral) cada uno de los tres aporta lucidez, ingenio y virtuosismo a una resultante febril y exuberante.
Me decía un pianista días antes de escribir estas líneas que para escuchar este tipo de música hay que estar predispuesto y que, además, desde la improvisación libre es muy complicado mantener el nivel para que en todo momento la música sea increíble. Estoy de acuerdo con él siempre y cuando concluyamos que es algo común a todas las músicas; que uno necesita estar predispuesto para escuchar (no hablo de oír) cualquier cosa y que el nivel de excelencia continuo rara vez se produce. Pero me temo que su opinión no iba por ahí sino que es reflejo del estigma que todavía padece (incluso entre los profesionales) una forma de hacer música ajena a la reproducción mediante la lectura de notas o la definición de un marco delimitador de la forma y la estructura; como si sólo se nos hiciera comprensible la naturaleza enjaulada. Y aunque pueda ser agradable un paseo por el zoo de todos es sabido que un animal brilla con todo su esplendor en su propio hábitat.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente aquí.
Por si hubiera alguna duda, de lo que hablo es de un entusiasmo; el mío, despierto gracias a esta joya de coleccionista (la reducida edición de este tipo de grabaciones la convierte de inmediato en tal). Una alegría que constata que los resistentes de la música, los inconformistas (quizá revolucionarios) se buscan y se encuentran allá donde les dejen. No hay muchos lugares donde se permita hoy que tres músicos suban al escenario sin papel alguno y descarguen toda su furia creativa sin edulcorantes, sin premeditada condescendencia. Por eso este tipo de música es la minoritaria entre las minoritarias, porque pocos logran (intentan) asimilar una expresión musical rara vez limitada de antemano por normas (escritas), por formas y argumentos reiterados que, por insistencia, construyen en nuestro inconsciente lugares comunes que brotan sin el más mínimo esfuerzo. Esta música llena de ruidos, onomatopeyas, masas sonoras, disonancias, ritmos rotos, efectos... nos recuerda quizá demasiado a la vida diaria (¡tan caótica!) y preferimos refugiarnos de ella como quien prefiere una película de ocio hollywoodiense a un drama realista del más crudo cine europeo. Aunque puede que nada de lo dicho tenga sentido porque la música de este Kopros Lithos es ciertamente divertida, tiene una evidente esencia lúdica; porque sólo desde la desinhibición más absoluta y el sentido del humor se puede hacer música tan seria. Seria y compleja: partir del vacío es complejo para el compositor sobre un papel pero más serio es el reto cuando tienes ya un público delante y todo por componer. Se me podrá objetar que de tanto lanzarse al vacío hay un mundo de clichés al alcance de la mano, un salvoconducto para hacer frente a problemas de inspiración tan reiterado como las formas que componen esos lugares comunes antes mencionados. De acuerdo pero, precisamente por eso, tiene para mí más valor esta grabación de ruido acústico (así está descrita en el CD, no como música) en la que las ideas fluyen con tal ingenio y precisión; en la que los silencios forman parte natural de una expresión musical que a veces parece olvidarlos; en la que se logran asombrosos empastes sonoros gracias al dominio de todas las formas inimaginables de tocar un instrumento. Y fluye, fluyen las ideas en un continuo sin que la intensidad (creativa) decaiga. Una densa y compacta masa sonora mantenida en el tiempo se va desgajando hasta caer en la reiteración obsesiva y circular de Peter Evans y Agustí Fernández sobre la que el saxo barítono de Mats Gustafsson mantiene un sereno discurso de notas largas (My ears were ringing!); la genial puesta en marcha de My fingers were glue es el paradigma del valor del silencio como materia sonora que va siendo arañada como si sobre ella se fuera esculpiendo un cuadro de pinceladas inicialmente tentativas y después firmes, desatadas y alocadas. De la insólita trompeta theremín (¿eres tú, Peter?) al estallido delirante de las cuerdas del piano bajo el bombardeo de Agustí pasando por el hombre saxofón (lo de Gustafsson no es un humano tocando un saxo, es un organismo integral) cada uno de los tres aporta lucidez, ingenio y virtuosismo a una resultante febril y exuberante.
Me decía un pianista días antes de escribir estas líneas que para escuchar este tipo de música hay que estar predispuesto y que, además, desde la improvisación libre es muy complicado mantener el nivel para que en todo momento la música sea increíble. Estoy de acuerdo con él siempre y cuando concluyamos que es algo común a todas las músicas; que uno necesita estar predispuesto para escuchar (no hablo de oír) cualquier cosa y que el nivel de excelencia continuo rara vez se produce. Pero me temo que su opinión no iba por ahí sino que es reflejo del estigma que todavía padece (incluso entre los profesionales) una forma de hacer música ajena a la reproducción mediante la lectura de notas o la definición de un marco delimitador de la forma y la estructura; como si sólo se nos hiciera comprensible la naturaleza enjaulada. Y aunque pueda ser agradable un paseo por el zoo de todos es sabido que un animal brilla con todo su esplendor en su propio hábitat.
© Carlos Pérez Cruz
Publicado originalmente aquí.
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